Podría decirse que el origen del “souvenir” está en la respuesta del mercado a la necesidad “no fundamental” o deseo de concentrar en un objeto un cúmulo de significados referentes a un período de tiempo separado de la realidad cotidiana. Estos objetos, si bien no son necesariamente objetos del pasado, ciertamente nacen de la tradición que sí tiene raíces en él y, por lo tanto, las reminiscencias que provocan poseen un vínculo mayor con la idea de la verdad y, por consiguiente, con la autenticidad. Se trata de objetos “marginales”, inútiles o sin valor “per se” y su valor radica en ser poseedores de un recuerdo y activadores de la memoria biográfica, trayendo al presente un momento pasado con cierta nostalgia, “eliminando el dolor y lo desagradable fomentando el sentido de identidad y pertenencia”, parafraseando a Isabel Campí en su libro Diseño y Nostalgia: el consumo de la historia, (2007, Ed. Santa & Cole).
La biografía se construye en base a hechos, pero también es un devenir fragmentado de múltiples trozos significativos que han dejado marca y han trascendido en la propia identidad. Por lo tanto, el souvenir se convierte en una reliquia secularizada al hacer “inventario del propio pasado con pertenecías muertas; la reliquia proviene del cadáver, el souvenir de la experiencia difunta, que por eufemismo llamamos vivencia” como puso de manifiesto el filósofo Walter Benjamin.
Esta “torsión estética” se estructura como una sucesión de fragmentos nostálgicos conectados, cicatrices en unas memorias sacralizadas con génesis en el álbum de fotos familiar, cuyas piezas provienen de los recuerdos (idealizados o no) que escriben la propia biografía. Personas, momentos, lugares, sentimientos… presentes en prendas, zapatos u otros accesorios de elevada carga simbólica para quién los imagina. Se trata de un ejercicio de introspección y homenaje a qué y a quiénes nos hicieron como somos a través de estas reliquias … o souvenirs, que avivan el recuerdo del pasado, para aprender de él, y así, planear un mejor futuro.